domingo, 22 de marzo de 2020

Pensamientos ilustrados




Comienza aquí la publicación de una serie de textos de Juan Macias Troyano, médico jubilado. Los dibujos son de Juan Arrivi, unos retratos "a su estilo", para ilustrar los textos.



Gustavo Adolfo Becquer



 Gustavo Adolfo Bécquer es la frontera que separa el antiguo del nuevo régimen en asuntos de amor. Mientras ahora una chica va a comprar a la farmacia los preservativos para su chico, la joven de antes, cuando se enamoraba, lo primero que hacía era regalarle al chorbo las “Rimas” de Bécquer. Y no se ha de ver en eso una cuestión de índole moral sino de enfoque práctico de las relaciones amorosas.
     
En el mismo orden de cosas, Gustavo Adolfo separa dos conceptos de la enseñanza. Un estudiante de bachiller (no me atrevo a decir que también de párvulos) de hoy estará académicamente instruido en el aparato genital del sexo propio y del contrario. Un alumno de cuarto de bachiller de mi tiempo, por el contrario, recitaba de memoria las “Rimas” de Bécquer. No por obligación, sino porque su corazón henchido de amor se alimentaba de aquella métrica rítmica rebosante de sensualidad. Depende del momento por el que atravesaran las relaciones, unos optaban por las más efusivas, a otros se le acomodaban mejor esos versos de despecho o melancolía por el amor mustio.
    
A mí siempre me pareció Bécquer la sublimación del romanticismo, pero de un romanticismo civilizado y al alcance de la clase media. Hay románticos que hacen difícil ponerse a su altura. Hay románticos que necesitan de una coreografía de rayos y truenos, pero Bécquer es otra cosa. El sevillano te pone blando como pera madura, sensible como muela de juicio. Es el suyo un intimismo de media voz, a propósito para decir al oído. No para beso de tornillo, sino estampado en la frente como caricia labial.  “Por una mirada, un mundo,  /   por una sonrisa, un cielo,  /  por un beso…yo no sé  /qué te diera por un beso.”
     
Hubo un tiempo en que a Bécquer se le puso cara de billete. Tuvo mal gusto el Banco de España al usar su rostro de ojos tristes y mirada oblícua para algo tan material como un billete de veinte duros. El poeta miraba de soslayo al tenedor de aquel marco de papel color canela como queriendo decir “sáqueme de aquí, este no es lugar para mí”.
     
En efecto, el poeta del amor es para otros escenarios. Yo he visto la sombra de Bécquer deambular por la sevillana Alameda de Hércules. He andurreado por el contorno arbolado y sedante del Monasterio de Veruela, cerca de Tarazona y y vigilado por el Moncayo. Recorriendo sus claustros fríos y silenciosos he entrevisto al Bécquer tuberculoso, quizás sifilítico, aguardando a la muerte.   “Pero mudo y absorto y de rodillas  /  como se adora a Dios ante su altar,  como yo te he querido…desengáñate,  /  nadie así te amará.”  

Juan Macias Troyano





Joan Manuel Serrat




         Joan Manuel Serrat es el gran mortero en que se ha macerado un surtido variadísimo de ingredientes. Por fuerza tenía que salir sabrosón el guiso de su trayectoria artística y personal.  Hijo de padre catalán y anarquista de la CNT y de una madre aragonesa, no de un pueblo cualquiera sino de Belchite. Nunca me he podido sacudir la impresión de mi visita a ese símbolo de nuestra incivil guerra. El odio humea en los caminitos que serpentean entre los escombros. Y en el Belchite reconstruido me hablaron claro: todavía hoy, si la discusión toma altura, pueden volar las sillas.


     El barcelonés es un cofre de emociones fuertes. Con esos padres, lo que menos se podía esperar es que el chico terminara estudiando en la Universidad Laboral Francisco Franco. Pues así fue. La bipolaridad le acompaña. El catalanismo oficial, la lengua catalana, la nova cançó, lo absorben como una ventosa, pero la lengua de su madre, la pela y la copla española también tiran lo suyo. De ese puzle ideológico y sentimental se beneficia un día Massiel con el Lalala en castellano con prosodia madrileña.

     Los españoles suelen ser indulgentes con las afrentas a la patria, y eso facilita el avance de Serrat entre grabaciones, directos y algún que otro manifiesto a favor de una porción de España y en contra de la suma total. Nada ha pasado sin embargo que impida que el camino se haga al andar, a la manera del sevillano Machado, que se vuelva a equivocar la paloma del gaditano Alberti o que las bandas de nuestros pueblos sigan quitando cada Viernes Santo los clavos al Nazareno.

     No me entusiasma Serrat. Siempre me ha parecido como que desafina, como falto de ese ritmo que le pido a la música. No soy exquisito, quizá sea eso. Me gusta en todo caso cuando canta lo de Sabina, qué fatalidad. Porque el de Úbeda es de verbo y poesía calientes. A Serrat, por el contrario, lo veo más en la frialdad del prestigio, en el seny de su tierra catalana.


Juan Macias Troyano






Pío Baroja


     España es tierra de dualidades. Real Madrid y Barcelona, Joselito y Belmonte, Américo Castro y Sánchez-Albornoz, Mairena y Caracol, Baroja y Galdós, Velázquez y Goya,…..¿Baroja y Galdós? Ambos me deleitan, pero tomaría el café con Baroja. Su personalidad me fascina, las coincidencias entre él y yo me sorprenden. Las horas se me hubieran hecho minutos charlando con don Pío. Mi padre, el tiempo en que vivió en Madrid, se iba a las puertas del Retiro a verlo venir con su gabán, la boina encasquetada y el andar ligero. Y mi llorado Manuel Alcántara me contaba cuando fue de visita a su piso madrileño y lo recibió con el mismo gabán, la misma boina y unos tirantes por cinturón.

    
Una vez hice más de mil kilómetros hasta Itzea, el caserón de los Baroja en Vera de Bidasoa (Navarra). Había yo escrito por esas fechas en Diario 16 sobre su sobrino, don Julio Caro Baroja, y pensé utilizar la hoja del periódico como tarjeta de presentación. ¡Lo olvidé en casa! Frente a Itzea, un labriego taciturno machacaba a martillazos el filo de otra hoja, la de un arado. Le pregunté sobre los Baroja pero cada respuesta fue como sacarle una muela, hasta que me espetó la solución lógica: pegue en la puerta, don Julio estará ahí. Pero me vencieron mi cortedad y el miedo a un recibimiento frío. Al regreso le escribí a don Julio y se lo conté:  me contestó muy afectuoso, afeándome el no haberlo visitado.



     Don Pío fue médico de Cestona (Guipúzcoa), hasta que dejaron de soportarse mutuamente él y las fuerzas vivas y religiosas del pueblo. No entró en la posteridad como médico sino por sus novelas, una de las cuales me proporcionó un amigo y un compinche: Andrés Hurtado, protagonista y copia del autor.  Aunque el alucine me llega leyendo sus memorias y sus impresiones de cuanto le sale al paso.
     No sé de nadie con tantas etiquetas como él. Porque Baroja fue ateo anticlerical y anticatólico furibundo, anarquista, conservador, descontento integral, malhumorado, sentimental, dionisíaco, antinacionalista y antipatriótico, individualista y liberal, pirrónico y epicúreo…¿Cómo se consigue ser todo eso a la vez sin tambalearse? Siendo inconsecuente. O todo lo contrario.
     Ortega y Gasset le reprochaba su mal llevarse con la gramática. Pero es que no era un devoto de lo perfecto. Sí fue un carácter hosco que necesitaba de la ternura. El dibujante Bagaría le preguntaba una vez: “¿Dónde habrá un sitio del que usted no haya hablado mal?”. Pero cuando le pidieron estampar su firma en un libro de visitas, escribió debajo: “Aquí estuvo Pío Baroja, hombre humilde y errante”.

 Juan Macias Troyano


                                                                                                             

Carmen Linares


     Las minas de Linares hace tiempo que se cansaron de dar plomo. Desde entonces producen artistas, mayormente toreros, cantaores, cantantes…Entre los que allí nacieron y el que allí se dejó la vida (¿necesario aclarar que Manolete?), decir Linares es decir ole, pero ese ole sin acento que sale como una llama  con cada pintura hecha pase de Curro Díaz, con cada trincherilla bordada en el cañamazo del albero por Curro Vázquez. En la minera e industrial Linares vieron la luz Palomo Linares, Raphael, Gabriel Moreno, Pilar López…y Carmen Linares.
    
     En Carmen Linares, esa cantaora con pinta de profesora de instituto o de funcionaria de Hacienda, concurren muchos de los elementos que le van dando una forma propia al cante de nuestro tiempo. Para un desesperanzado de que el flamenco, o mejor lo flamenco, pueda tener cabida en nuestro mundo, la linarense es parte de la solución a un problema que casi no la tiene. Un problema que encaja a la perfección en el recinto de lo antropológico. Y me explico.
     El flamenco, mejor lo flamenco, es planta que no arraiga ni crece en los campos de nuestro tiempo. Si queremos flamenco en el siglo XXI ha de ser abastecido por plantas de vivero. Y entre esas plantas, tal vez ninguna más parecida a las que antes brotaban en los montes y llanos que la llamada Carmen Linares. Mujer de la Andalucía tenida por más seria, mujer fina, estilosa, impulsada por su afición al estudio concienzudo de los cantes.

    Mujer de su tiempo y, justamente por eso, interesada por otras músicas que ella, con su innato sentido musical, sabe mezclar con sabiduría y buen gusto. Con su voz con puntito de falsete, aflamencada merced a la leve rasposidad de su garganta, es perfectamente capaz de cantarlo todo con una solvencia y prestancia que le dan planta al cante de nuestros días. Siempre da gusto escuchar a esta gran señora de los escenarios. Perfecta conocedora de los múltiples palos y estilos, no desentona sobre un tablao y a la vez puede vestir de gala al cante flamenco sobre el más elitista de los escenarios.

Juan Macias Troyano




Alfred Hitchcock

   



      Alfred Hitchcock no es sólo un director especializado en películas de intriga o de misterio. Es que Hitshcock es la intriga. Él mismo es el misterio. Observen su rostro mofletudo, su mirada viva y al mismo tiempo sin expresar algo interpretable. ¿Qué había detrás de ese rictus imperturbable, rígido? No se puede esperar transparencia gestual del hombre que en cada momento de su vida seguramente llevaría en su cabeza un crimen perfecto o una trama jeroglífica.

     Dicen que chantajeaba a sus actrices. Seguramente lo sibilino de su rostro disimulaba efervescencias eróticas incalculables. Todo era un enigma en torno al hombre que nos hizo agarrarnos con las dos manos al asiento de la butaca, tensar los músculos del cuello, contener la respiración. Si el espectador de cine tiene algo de masoquista, don Alfredo le ha dado gusto todas las veces que ha emprendido un nuevo rodaje.

     Fue el genio del suspense, sí, pero eso es muy difícil lograrlo. Con los mínimos recursos y con un máximo de talento, sin excesos sanguinolentos, sin violencia explícita, alcanzó en cada película el objetivo perseguido por todo realizador: captar la atención, mantener la tensión. Cada ruidito inesperado, cada movimiento sorpresivo de un actor, podían provocar el respingo involuntario del espectador. Creaba con una facilidad dificilísima un ambiente opresivo permanente, fuera con el vuelo agobiante de unos pajarracos, con el vuelo bajo de una avioneta sobre la cabeza de un Cary Grant indefenso, con la neurosis obsesiva de Stewart por la glacial y bellísima Kim Novak de “Vértigo”, una de las más hermosas e inquietantes películas de la historia del cine. ¿Y dónde ha faltado lo inquietante en la obra de Hitchcock? Bastó la faz de Judith Anderson en la mansión de Manderley (Rebeca), tras el cristal de una ventana, deslizándose de una habitación a otra, para mantenernos hora y media angustiados. Nunca unos pasos a la espalda del inválido James Stewart produjo tanto sobresalto ante una “Ventana indiscreta”.


     Por la falta de directores capaces de atraparme en la tela de araña de un argumento milimétricamente tejido, es por lo que he llegado a olvidar qué es eso de ir al cine.


Juan Macias Troyano







Luís Eduardo Aute





     Aunque a él no le gustara que lo llamasen así, Aute fue siempre el cantautor por excelencia. Yo diría que la palabra exacta debiera haber sido cantAUTEor. Pero uno nunca puede elegir lo que quiere ser, al final termina siendo lo que digan los demás. Y a veces hasta se sale ganando.

    Porque Aute, que quiso  ser compositor y autor, no fue sólo eso, fue algo más. Sus entrevistas, convertidas por obra y gracia de su chispa en verdaderas charlas plenas de hondura e ironía, atrapaban. Cuando los intelectuales de profesión, los que firmaban manifiestos y esas cosas, fueron menudeando, el hueco de la intelectualidad lo ocuparon actores, directores, cantantes…Luís Eduardo era distinto, distinto y no precisamente distante. Exponía su visión de lo habido y por haber con humildad y sencillez poco frecuentes.
    
   Y aparte de ocurrírsele cosas interesantes sobre Eros, Tanatos y sobre un gato que se le cruzara, cantaba. No con la voz de párroco de otros cantautores sino con el susurro hondo, grave y cavernoso. No es necesario hacer engorrosos ejercicios mentales para decir qué bueno al terminar de escucharlo. La voz y la entonación de Luís Eduardo te flamean, te ponen a punto para amar o desamar desesperadamente.

                                              De alguna manera
                                              Tendré que olvidarte,
                                              Por mucho que quiera
                                              No es fácil, ya sabes,
                                              Me faltan las fuerzas,
                                              Ha sido muy tarde

     Con versos así, yo no sé cómo llamarte, Eduardo. Llámate como tú quieras, ya que te has ido a vivir a la inmortalidad. Viniste a un mundo que ya estaba hecho, quisiste cambiarlo, como todos tus colegas de queja, guitarra y melena. Pero te has quedado varado en nuestro recuerdo por ayudarnos….a amar y a desamar. No es poco. Descansa en paz o en lo que te hayas encontrado al llegar a tu destino. Sigue haciendo poesía cantada aunque sea para ti mismo, que para eso te llamas…Aute.


Juan Macias Troyano




Benito Pérez Galdós



     Si para usted a un español medio por la calle para que nombre dos novelistas españoles, lo más probable es que se acuerde de Cervantes y de Galdós. Don Benito fue escritor popular que llevó al pueblo –el de Madrid-  a sus novelas. Y lo trató con el afecto de la buena persona que fue en “Fortunata y Jacinta”, “Misericordia”, “Doña Perfecta”…Con afecto y buena pluma, que por algo fue el mejor del XIX pese a las reticencias de críticos de microscopio.

     Si sería buen escritor, que cosechó envidias, por su valía y por sus adscripciones políticas liberales y anticlericales. De ahí que no lograra el merecido Nóbel quien fuera capaz de escribir el monumento literario e histórico que son los “Episodios nacionales”. En su muerte el pueblo de Madrid envió a 30.000 personas a despedirlo. En su vida sufrió el despecho de un Valle-Inclán que puso en boca de Dorio de Gádex (personaje de “Luces de bohemia”) lo de “Don Benito el Garbancero”. Todo, por no estrenarle Galdós una obra siendo director del Teatro Español. ¡Cómo no iba a nombrar los garbanzos en sus novelas si sus personajes comían cocido! Y aún pasea la corona de espinas y de mala leche española concentrada en el mote. Le nombran a cualquiera a Galdós y no hablará de su limpísimo estilo sino que saldrá con lo de “le decían el garbancero”.

     Pero don Benito, con todo su sigilo, y con su timidez para las mujeres, fue un soltero aplicado. Su madre, mujer brava, lo facturó a Madrid para cortar un amorío con su primita venida de Cuba a Canarias. Ya en la capital, cambió los estudios por la bohemia y por las amantes. Tres de ellas en regla, aunque en los intervalos de la regla hizo el censo de las prostitutas de Madrid. Y de las tres amantes, una que haría por cinco, galardón para cualquier amador: doña Emilia Pardo Bazán. En una de las muchas cartas que se cruzaron, la fogosa condesa se lo anunció. “Benito, te aplastaré”. Y lo aplastaría. En el catre, claro.



Juan Macias Troyano


Virginia Woolf



     Vi su nombre por vez primera en la cartelera de un cine. Pero no era ella sino el personaje de “¿Quién teme a Virginia Woolf?”.  No tenía la edad para verla. 

     A mis dieciocho años leí la obra homónima de Edward Albee, representada en los escenarios españoles por Mari Carrillo y Enrique Diosdado. Soñé con interpretarla sin lograrlo. Virginia Woolf, esta vez como personaje, ya me rondaba.
     
    En una ocasión lejana, un amorío inconsistente y la lectura de “Al sur de Granada”, de Gerald Brennan, estuvieron a punto de dar conmigo laboralmente en la Alpujarra. Como siempre que he avanzado hasta el borde del precipicio, he sabido girarme a tiempo. Lo excitante, después de todo, no es caer sino frenar en seco.  En aquellos parajes bucólicos se habían establecido Litton Strachey, Keynes, Brennan y la misma Virginia Woolf. Formaban el llamado grupo londinense de Bloomsbury, venían cargados de ideas nuevas sobre el arte, la literatura y la vida misma. Por tercera vez la figura de Virginia Woolf se me esfumaba.

     Inglesa criada en Kensington entre libros y tertulias en la casa paterna de conspicuos intelectuales, desde Tackeray a Bertrand Russell, unos traumas casi incestuosos y su propio carácter la sumirían en la depresión bipolar. Casó con un judío que le dio el apellido. Y, sin embargo, detestaba a los judíos y a los fascistas. Buscó, hasta encontrarlas, nuevas formas para la novela, a la que limpió de convenciones para insuflarle una especie de romanticismo sin trama ni personajes al uso. 

     Experimentalismo y frialdad. La huida de sus neuras y de las costumbres victorianas la llevaron a otras formas de sexualidad pergeñadas en su ensayo “Una habitación propia”. Tuvo una larga relación amorosa con una amiga también casada, sin romper por ello sus respectivos matrimonios. Un día, con sólo cincuenta y nueve años, se tiró a un río vestida con un abrigo con los bolsillos cargados de piedras.

     Su obra no me parece fácil de digerir y declaro mis intentos fallidos de leerla. Tampoco me convence su feminismo pionero. Lo encuentro artificial y desconectado de la vida del pueblo. De nuevo, y quizá por última vez, Virginia Woolf se me escapa. Tal vez llegará el día en que me conquiste. 


Picasso


      Incoherencia donde las haya: un ignaro, yo, en asunto de lápiz y pincel pone palabras a un retrato donde admirable es el dibujo y aún más lo dibujado. Ni el más iconoclasta se atrevería a poner en discusión la figura de Pablo Ruiz Picasso. Es el genio por definición y a los genios no se explican, salvo que lo haga otro genio, que no es el caso.

     ¿Y qué mejor genio que Ramón Gómez de la Serna, pronúnciese Ramón? Para él, Picasso es el individualista español, que huye sin querer dejar huella, que se esconde. Nada hay en la vida tan hermoso como huir, descomprometerse, sentirse libre. Hasta de él mismo necesita liberarse, por eso se aparta de lo que en sus propios cuadros empieza a hacerse tópico.

     El arte siempre encuentra a su alrededor ese enjambre de escritores, de intelectuales, de críticos, que van tratando de explicarlo, hasta que surge lo inexplicable, que es el genio. Picasso se engendra en Altamira. Desde entonces a Picasso, cuántas ocurrencias se han vertido sobre el arte de pintar. Y Picasso prosigue su huida, y hasta del antiguo concepto de hermosura huye. Como que una  vez alguien exclama ante uno de sus lienzos: “¡Qué hermoso!”, y Picasso que lo oye, salta: “¿Hermoso, con el trabajo que me he tomado para que no lo sea?”. Hasta la hermosura de una mujer desnuda él la refleja en una guitarra, con su curva y su cadera.

     Picasso pregunta, negando de antemano:  ¿ha visto alguien una obra de arte “natural”? Y cuando le preguntan a él qué es el arte, responde: si lo supiera, tendría cuidado de no revelarlo. Yo no busco, encuentro.

     Cuando alguien se me muestra afligido porque no entiende el cante flamenco, siempre le digo: intente sentirlo, si no lo consigue, desista.  A un crítico que se quejaba de no entender el arte moderno, alguien le dijo:
     -¿Qué ha almorzado hoy?
     -Ostras
     -¿Y le gustan las ostras?
     -Con delirio
     -¿Y entiende usted a las ostras?


Juan Macias Troyano



John Ford




     Lo que Cervantes a la novela, Shakespeare al teatro, Mairena al cante, Velázquez a la pintura, algo muy aproximado a todo eso es para mí John Ford para el cine. Si tuviera que escribir esa frase rimbombante de la que a veces se abusa, “John Ford es el cine”, me lo pensaría dos veces y acabaría por no escribirla. John Ford, en todo caso, es el cofre en que se guardan todas las joyas que hacen del cine un arte.

     En una película de John Ford hay todo lo que de valioso pueda haber en una obra literaria. Una historia siempre bella, épica, lírica, en la que concurren grandeza, intimismo, psicología, moralidad, sociología. Más los atributos visuales, lumínicos, fotográficos, intrínsecos al cine. Si me piden a bote pronto un rasgo distintivo del cine “fordiano”, me sale uno: la poesía, el clima de lirismo contenido que se apodera de la escena en un momento dado.

     Para mi gusto, todos los componentes del cine de Ford se concentran en la mejor película que he visto nunca: “El hombre que mató a Liberty Valance”. Pero pienso en la mirada turbia de Doc Holiday en la barra del bar de “Pasión de los fuertes”, me acuerdo de aquella “Diligencia” en la que viaja una representación de las grandezas y pequeñeces del género humano, recreo la tartana que transporta la miseria y la búsqueda desesperada en los años de la Depresión en “Las uvas de la ira”, rememoro la atmósfera indescriptible que envuelve a las penalidades de la minería de “Qué verde era mi valle” o la comicidad a ras del terruño irlandés de “El hombre tranquilo” o la grandilocuencia visual de “Centauros del desierto”, y noto que son parte de lo que soy.



     John Wayne, James Stewart, Ward Bond, Andy Devine, Edmond O´Brien, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Donald Crisp, John McInter, Barry Fitzgerald, Maureen O´Hara, John Carradine…han sido el gesto y la figura del universo “fordiano”. Ellos hacían de los rodajes jornadas de convivencia en torno al irlandés nacido en América, el tipo destartalado fiel a su pipa, su sombrero de ala caída y el parche ante el ojo izquierdo que no le impidió ver la inmensidad fantasmagórica de Monument Valley.


John Ford, el falso nombre que evoca la América de cuya esencia fue difusor. John Ford, el hombre que resucita mi gusto por el cine cada vez que veo morir a Liberty Valance. 





Pastora Pavón "La Niña de los Peines"





     Qué hubiera sido de Pastora Pavón Cruz, la eminente gitana nacida en Sevilla a finales del siglo XIX, si llega a vivir en el XXI que corre. Considerando el vitalismo de la cantaora, es lo que se le ocurriría decir a cualquier coetáneo ufano de este tiempo nuestro. Pero en cuestión de épocas, cada quien ha tenido la suya.

    Si Pastora hubiera nacido cien años más tarde, seguramente habría empezado por no apodarse Niña de los Peines, lo que no es detalle del todo menor tratándose de un artista flamenco. El apelativo tiene su gracia y su efectividad fonética. Que suena bien, en una palabra, y eso ayuda a recordarlo y a causar impresión.

     Estamos ante la cantaora que llevó al cante gitano hasta los linderos de lo comercial, que en aquellos tiempos eran los teatros de ciudades y no tan ciudades, pues a Pastora cualquier abuelo longevo recuerda haberla visto en el cine o teatro de su pueblo.

    Pastora se integró sin remilgos en aquellas troupes de artistas payos de repertorio fandanguero y cupletero, de trinos melódicos y afectados. Ella misma hizo lo que otros gitanos no han hecho: cantar la petenera. Pero nada puede bajarla del pedestal porque lo difícil era ser ella, tener la voz doliente que tenía ella. La Niña de los Peines hizo el desmonte del matorral bravío del cante gitano hasta embellecerlo.



     Lo que Pastora fuese como mujer, bien lo sabría Pepe Pinto, marido y rendido admirador de aquel torrente de energía. La tuvo para ella y le sobró para insuflarla a su hermano Tomás, del que se dice que cantaba mejor que ella. Pero le faltaba el ánimo. Tomás Pavón era apocado, le gustaba pescar en el Guadalquivir y escuchaba a Chopin. Eso es lo que se dice.


     A los aficionados se les llena la boca cuando afirman rotundos: fue el mejor, fue la más grande. Qué sabe nadie. Fue única e intransferible, que es más todavía. Y le sacó la raya con sus peines a los cantes algo desgreñados de su raza. Hoy sería “la” Pavón. Para siempre, por fortuna, será La Niña de los Peines. 





Antonio Buero Vallejo




     Lo primero que impresiona en Buero es su figura. Quijote sin caballo, alto, enjuto y huesudo. Tez cérea, pelo zaino pegado al cráneo, bigotito en hilera, eterna pipa humeante. Mirada hundida impregnada de tristeza. Voz de confesor.

     La vida de Buero es una sucesión de éxitos teatrales que, sin embargo, no permiten hablar de felicidad. Él mismo no aparentaba buscarla, y aparte los impedimentos no cesan desde la misma infancia del escritor. Su padre, militar de ideas liberales y matemático, es fusilado por los republicanos en el 36. El propio Buero, combatiente en el bando perdedor, pasa años de cárcel en cárcel por sus ideas políticas. Las estancias en prisión las aprovecha para tres cosas: hacer buenos amigos, reorganizar el Partido Comunista y pintar cuadros de notable interés. Uno de ellos, el retrato que hace de su compañero de celda Miguel Hernández. El que suele venir en los libros de texto y gracias al cual todos le ponemos cara al poeta de Orihuela.

     En la década de los cuarenta, el dramaturgo nacido en Guadalajara prueba en sus carnes los efectos del azar que aparece en algunas de sus obras. Un azar que le lleva de una sentencia de muerte conmutada a ganar el Premio Lope de Vega con “Historia de una escalera”, un hito del teatro español. Ya nunca faltaría en la cartelera una obra del mejor dramaturgo de la posguerra, el renovador de la escena con un teatro hondo, preocupado por el destino del hombre, por los límites de su libertad, por la dignidad y la ética del individuo.

     Llega la democracia y cesa teóricamente la censura que tantas veces supo sortear. Pero, sorpresa, el comunista humano, luchador por la libertad, creador de un teatro nuevo en España, tropieza con la más cruel de las censuras. La de la hipocresía del progresismo instalado en el gobierno y en la cultura. La integridad ética, moral, política de Buero no gusta a quienes precisamente enarbolan esos principios. En llegando los socialistas al poder, Buero Vallejo, el hombre de la izquierda pura y noble, ve cómo palidece su estrella, cómo es víctima del rencor a la excelencia de los mediocres. Es la tragedia final de un trágico de vida y obra.



Juan Macias Troyano





Mozart (Wolfgang Amadeus)

     Quien escucha una partitura de Mozart ¿puede llegar a la conclusión de que el hombre que la compuso es un genio? ¿O para calificar la obra de genial ha de haberse consultado antes la biografía de su autor? Planteo esta interrogante porque tengo la íntima sospecha de que el atributo de “genial” recae sobre las personas en función de su carácter. Apenas si recuerdo a algún llamado genio, cualquiera que sea su dedicación, que no luzca un aspecto, unas formas o una conducta acordes con la heterodoxia.

     Las distancias son siderales y los rasgos a comparar, heterogéneos hasta lo imposible, pero sería reprimirme más de lo soportable si no lo suelto. La biografía de Mozart me traslada a Camarón. Y la transición de su música del clasicismo al barroco colma las semejanzas. Mozart vivió mucho en muy poco tiempo, en sólo treinta y cinco años. Y hablamos de él como si fuera un anciano. Pero es que fue tan precoz…

Su padre lo paseó por media Europa en busca de promoción. No fue tan fácil como cabe imaginar. Hubo decepciones, mal pago, enfermedad. En su Salzburgo natal y en la deseada Viena, como en París o en Italia, el reconocimiento nunca fue fácil o no fue. Su vida sentimental, hasta alcanzar el amor de Constance y casarse a espaldas de la oposición paterna (de su madre mejor no hablar), contuvo un sonoro fracaso. Era endeblucho, bajito, pálido y picado de viruela, así que tampoco eran de extrañar reveses anteriores. Era masón y era rebelde, por separado.

     Si Mozart hubiese sido español y aquí hubiese sufrido la baja valoración que en su tierra y por esas Europas hubo de tragarse, los desaires de los jerarcas, las dificultades económicas que padeció…estaríamos condenando a España en juicio sumarísimo. Lo cierto es que su entierro fue de tercera, el cortejo fúnebre lo formaban pocos más de cuatro personas, entre ellas el músico que envidió su genio pero gozó del favor oficial (Salieri) y su célebre Requiem, dedicado por encargo a cierta personalidad, lo compuso mientras el músico moría, como si fuera para él mismo. Genio hasta el final, pero qué pena que los genios conozcan la gloria con retraso y cuando ya se hallan en paradero desconocido…


                                                          
  Juan Macias Troyano






Billy Wilder




     Su cabeza tenía la forma de un guisante, parcialmente cubierta por sus grandes gafas de concha y la visera caída sobre una oreja. Nunca un cráneo requirió menos tamaño para albergar tal cantidad de ingenio, de cinismo del bueno, de capacidad para inventar historias de las que interesan al espectador. Debemos saber que al espectador no le interesan todas las historias que le cuentan en la pantalla, ni mucho menos.

     Las de Wilder, sí, y mucho. Porque cuando Wilder se dio cuenta de que el cine había encontrado otra forma de contar historias, mucho peor desde luego, y los públicos empezaban a adaptarse a ese nuevo cine, Billy hizo las maletas y se marchó diciendo conmigo no contéis.

     Era 1980 y estaba todavía fresco como una lechuga. Tan fresco como lo estuvieron sus comedias. Les chorreaba el humor, la crítica social y de la condición humana, que vienen a ser casi la misma cosa. Captaban todo el interés que se puede depositar en una película, y lo hacían por esos toques justos de romanticismo veraz. Es que no hay nada en sus películas que no sea auténtico, y así es lógico que emocionaran en su tiempo y lo sigan haciendo hoy. A quien, al oír nombrar “El apartamento”, no se le distancien las comisuras por una sonrisa amplia y tierna, como son las verdaderas sonrisas, es que tiene algún receptor averiado.

     Americano de papeles, austriaco de sangre (y judío escapado), pero su cine tiene rasgos de un sentimentalismo y un saber tocar diversas fibras, que parece fruto de la chispa intelectual latina. Gracias, Billy, por regalar al mundo tantas obras maestras como guiones escribiste y películas filmaste.


                                                                          Juan Macías Troyano




Maruja Mallo


     El inconveniente que puede acarrear el tener una vida demasiado bien aprovechada es la dispersión que sufre la personalidad. Al menos de cara a la imagen pública de un artista. Maruja Mallo hizo muchas cosas en su vida. Nacida en la localidad costera de Viveiro, en la provincia de Lugo, pisó suelo de Madrid, de París, de Buenos Aires, de Lisboa…¿Por dónde no dejó su rastro esta Maruja que lo mismo escribía un cuadro que pintaba un libro? No debe extrañar que España se le quedara pequeña, España y el planeta Tierra.

     Si habláramos de un temperamento, incluso el artístico, más calmado, bastaría con detenerse en su marcha por el realismo mágico primero y por el surrealismo después. Pero Maruja fue mucha Maruja y tuvo energía vital para pintar, para hacer los decorados y figurines de la ópera “Clavileño” de Rodolfo Halfter, para exponer en la sede de la “Revista de Occidente”, con el amparo de Ortega y Gasset. Colaboró con Ramón Gómez de la Serna, se relacionó en el exilio bonaerense con Victoria Ocampo, y no hay manera de saber qué “fregao” vanguardista, en España y en el ancho mundo, no tuvo noticia de una gallega inquieta como rabo de lagartija.

     A su paso por los más variopintos ambientes artísticos e intelectuales, Maruja amó todo lo que tuvo que amar. Alberti y Miguel Hernández, entre otros, tuvieron el gusto, el sumo gusto es de suponer. Y ahora que me vengan las feministas de carné del momento a contarme batallas contra enemigos de cartón piedra. Les saco a Maruja Mallo, que en la primera mitad del siglo XX nadó con arte y sin presumir en la balsa de cocodrilos de la época.

 

Juan Macías Troyano



Unamuno





Don Miguel de Unamuno es el hombre-frase, dicho sea, con todos los respetos que el personaje merece. Ya, casi ni eso es, desde que vino un director de cine (lo máximo que se despacha en intelectual) a meter en la cabeza de los españoles otro Unamuno. Pregunten, pregunten al primero que se crucen por la calle quién fue Unamuno. Pues quién va a ser Unamuno sino un vasco bragado que se peleó con Millán-Astray y se dijeron cuatro cosas bien dichas con Franco como argumento. Unamuno no hizo otra cosa en su vida que no fuera casi llegar a las manos con el fundador de la Legión, con “F” de fundador, de facha y de franquista.

     Unamuno no inventó una nueva forma de escribir novelas, ni se planteó la existencia de Dios y de otra vida después de la muerte (ambas con resultado negativo, aunque voluntarista al máximo). Unamuno no vivió en permanente lucha interior entre una cosa y su contraria, y en arriscada lucha exterior contra un bando político, contra su opuesto y contra el opuesto a ambos. Siempre, a la búsqueda de la verdad y “contra esto y aquello” hasta quedarse solo, y exhortando a los compatriotas a que “antes la verdad que la paz” y “a que inventen ellos”, que para los españoles está reservada la inmortalidad a la manera de Don Quijote, que viene del renombre de las hazañas y no de la técnica europea.

     Unamuno fue quizás el primero en pensar sintiendo. Por eso era un ateo que quería creer. Por eso no creía en otra vida, pero tampoco se resignaba a que no la hubiera. Un Unamuno francés, con qué unción sería leído y citado en España. Estaba casi olvidado hasta que un director de cine lo ha desempolvado para que sepamos quién era: el hombre que discutió con Millán-Astray. Y se quedó tan pancho. El director de cine.

 Juan Macías Troyano




Winston Churchill

     La civilización siempre estará en deuda con los ingleses. Es mucho lo que le han dado –y tal vez quitado- a lo largo de los siglos. En uno u otro caso, queda a salvo la influencia ejercida en todos los campos, lo mismo en los de césped con pelota en juego que en el de la ciencia, la política, la música, las costumbres y usos sociales…

 

     Nos miramos el traje que llevamos puesto, pedimos al camarero un té con un chorreoncito de leche o echamos un partido con los amigos, y nos introducimos en el acto en zona de influencia de la pérfida Albión. Aunque nos cueste admitirlo, porque la simpatía no es su fuerte, es un pueblo muy protagonista de lo que consideramos nuestra civilización. Pero no sólo por el papel real ejercido, sino por la facilidad para difundirlo.

 

     Cualquier cosa, por el hecho de ser suya, ve amplificada su importancia. Y no es que sea el caso de nuestro personaje, magistralmente captado por el lápiz de Juan Arrivi, pero siempre cabe la sospecha de que no fuera tanto. El personaje ocupa lugar destacado en la Historia contemporánea por su meritoria actuación política y diplomática en la segunda guerra mundial. Pero pocos recordarían a bote pronto quién era entonces presidente de los Estados Unidos, la nación más decisiva en la victoria. La V de la victoria por antonomasia la ostentan los dos dedos –seguramente regordetes- de sir Winston. Hasta los toros de Miura lucieron esa V en su pellejo.

 

     Cuántas réplicas brillantes y lacerantes como cuchillos afilados habrá lanzado Churchill a sus opositores desde los bancos del Parlamento. ¿Verdaderas todas? Da igual. Se da por cierta la respuesta a la diputada que le afeó el que estuviera borracho: “Yo mañana estaré fresco, pero usted seguirá siendo igual de fea”. Que sí, que fue un hombre clave en la historia europea, pero nada sería lo mismo sin dardos como esa frase, sin su puro inseparable, sin su afición a empinar el codo o sin su “Sangre, sudor y lágrimas”.

 

Juan Macias Troyano




María Dolores Pradera



     María Dolores siempre jugó al despiste. Los jazmines en el pelo podían ser claveles, y la flor de la canela, puro azahar. Su primer apellido era Fernández, pero parece que llamarse Fernández y ser artista son cosas que juntas… ¡no pueden ir!. Cuando es un hecho probado que, en un arte que me enardece como es el flamenco, el cuadro de honor de sus practicantes lleva por delante el españolísimo Fernández: Talega, Borrico, Terremoto, Parrilla, Pipa….Todos de “mi” raza de yerbabuena.

 

     María Dolores despidió a su Fernández con una larga cambiada, trayéndose en los vuelos de su capote el Pradera. Pero aún vendría a toparse con otro Fernández desechado y apocopado en Fernán. Porque la Pradera casó con Fernando Fernán-Gómez, que no quiso tampoco ser homónimo del Gran Capitán.

 

     Siguió jugando al despiste la gran dama. Es la única hispanoamericana nacida en España, en el madrileñísimo Chamberí, hija de padre y madre españoles. ¿De dónde, entonces, la nacionalidad americana de la señora de la canción? Hagamos una encuesta como deben ser las encuestas, sin método y a voleo. Verán qué altísimo porcentaje de españoles la consideran hispanoamericana. Todo es fruto del repertorio y de un poncho lucido con aire andino.

 

     De mis tiempos teatrales la recuerdo en papeles protagonistas de obras importantes de Chejov y de Casona. Pero la llevo clavada con chincheta en el rincón donde se archivan los amoríos (dejemos los amores para trances más hondos), aquellos que se alimentaban con su voz grave, cálida, de terciopelo. Con Gemelos o sin ellos, María Dolores Pradera avivó amores, pero fue a su vez notaria de desamores. ¿Quién no ha caminado abrazado a una cintura de mujer, así, “Amarraditos los dos”? ¿Y quién no devolvió “el rosario de mi madre” cuando el fuego se apagó, “quedándose con todo lo demás”? El trance era más conmovedor si mediaba la elegancia cálida de María Dolores Pradera. 

 

Juan Macías Troyano

Frank Kafka


     Cada época ha tenido su Covid. Montaigne y Cervantes sortearon como pudieron la temida peste. Moratín padeció la viruela. Kafka, más contemporáneo, murió de tuberculosis. Al igual que su apellido, breve pero de gran fuerza fonética, la vida del checo-austríaco fue corta pero intensa.

      Fueron cuarenta años de no parar de escribir, de no parar de amar. Se tiene una idea de hombre triste y problemático, pero no, el trato con él no debía de ser de funeral. No puedo llevar la cuenta de sus amores, entre novias, esposas, amantes…Todo hace creer que por escrito ganaban calor sus artes amatorias. Alguna caloría sobraba para el tálamo.

      Escribió a manos llenas, y no vio publicado casi ninguno de sus manuscritos. Las obras que podemos leer de él, que no son pocas, se las debemos a un amigo que incumplió su palabra de no editarlas tras su muerte. Es la cruel contradicción de tantos grandes escritores: la poca atención que se les presta en vida y la posteridad gloriosa que les aguarda. Kafka fue uno de esos, con la colección de títulos que cualquiera conoce e incluso ha leído.

      Probablemente la humanidad sería la misma sin haber leído las obras de Kafka. Lo que la humanidad no podría es resumir en un solo vocablo los absurdos y canalladas de la burocracia que nos amarga la existencia, de no haber existido Kafka. Y de no haber escrito, este, obras como “El proceso” o “El castillo”. Qué desahogo más necesario el de salir de un organismo oficial (llámese delegación, oficina, ayuntamiento…) y resumir todo el cabreo monumental en sólo dos palabras: “¡¡esto es kafkiano!!”.  Gracias, Kafka, por el alivio.

 

 

Juan Macias Troyano




Marilyn Monroe

     Marilyn, Elvis. Se nombran sin apellido. Son productos típicos de un gran imperio, porque sólo en los grandes imperios florecen los mitos, desde Grecia y Roma hasta los Estados Unidos. Hoy, tiempos de ignorancias y mal hablar, se le llama mito a cualquier celebridad y mítico a lo muy destacado. Pero el mito ha de tener su parte de irrealidad, la imaginación popular debe contribuir a crearlo.

        Marilyn es mito, Marilyn es icono, Marilyn es la voluta formada en el aire hasta fundirse con el éter. El éter que seguramente la acogió para siempre, no a su cuerpo que era carne mortal pero sí al mito. En algún lugar tiene que haber un cementerio donde reposen los mitos, y en él tendrá puesto de honor esa Marilyn que cantó y bailó y que fue una actriz de altibajos, pero fue Marilyn. Y con eso basta para el pasaporte a la eternidad.



       ¡Ah! Fue icono sexual, una frase hecha que refleja una realidad trufada de desgracias de adolescencia, de amores vacíos, de sufrimientos y remedios hipotéticamente mortales. Tal vez fue todo eso lo que le dio contenido de persona a una apariencia de muñeca. Si me dicen Marilyn se me ponen delante una melenita rubia, unos labios rojos y una boca entreabierta, siempre la boca entreabierta. A veces los ojos cerrados, hasta parecer una muñeca en permanente orgasmo.

         Eran mejores actrices Katherine Hepburn o Barbara Stanwyck. Como en la especialidad icónica de la Monroe, o sea en lo tocante a la carne hembra, soy sensual y rubensiano, la que me turba es Kim Novak. Pero ninguna como Marilyn será un fue, un es y un será. Misterios de la mitología.

 

Juan Masías Troyano



Maquiavelo



No tuvo suerte don Nicola ni con su cara ni, si me apuran, con su apellido. Qué cara, qué expresión, nos ha legado la posteridad del florentino. Pareciera que fue retratado acto seguido de la Gioconda, vistas ambas sonrisas a cuál más ambigua. La de Maquiavelo añade un rictus inquietante que nada tiene que ver con la dulzura de la dama. Creo seriamente que ese retrato, única muestra que tenemos de su faz, no ayuda a confiar en su persona.   

                Maquiavelo no suena a cosa limpia y transparente. Pronunciar ese nombre induce automáticamente a tomar prevenciones, a pensar en madeja enredada. No sugiere nada que sea rectilíneo ese apellido que, para mayor inquietud, es florentino. Aquella Florencia, solar de bellezas y gatuperios.

No hay manera de librar a este personaje de su halo turbador. Pero “El Príncipe”, su obra, alecciona más que turba. No es que la escribiera con intención moralizante, pero tampoco es lo que el cliché hace creer. En una Florencia convulsa por los abusos de la poderosísima familia Médicis, con oscilaciones entre la democracia republicana y la tiranía, el objetivo de Maquiavelo al escribir su célebre obra era adiestrar, más que a los príncipes, al pueblo. Pero el pueblo no ha aprendido todavía. El pueblo es proclive a revolucionarse si suena el silbato, pero luego se le van las mejores para rebelarse por causas justificadas. Y ahí incide Maquiavelo. Y en dar recetas pragmáticas a los gobernantes mirando siempre por la grandeza de Florencia. Y en combatir desigualdades escandalosas.    

Maquiavelo sigue tan vigente como el primer día. Las imperfectas democracias de hoy mejorarían mucho si fuese leído y obedecido. Un buen tipo, por mucho que el adjetivo “maquiavélico” se empeñe en lo contrario.

 

Juan Macías Troyano



 

Brigitte Bardot

     Hoy es una señora mayor que vota a Le Pen, preside una asociación protectora de animales y profesa credos antisemitas y antiinmigración. Ya se sabe que quien prueba el veneno de la fama no lo va a dejar, aunque acabe con su reputación. Y esta anciana de ochenta y cinco años, quién lo diría, ha salvado un hilito de su fama caducada, ha evitado que muchos nos hagamos la desagradable pregunta, ¿pero vive todavía?, gracias a un ideario más o menos llamativo.

 

     Brigitte Bardot, marca comercial BB, fue en los sesenta unos labios carnosos y unos ojos gatunos. Eso, dicho así, no parece dar para tanto. Pero se mezclan ambos ingredientes con esa mano maestra que Dios saca a relucir cuando quiere, se le añaden una cara de sempiterna adolescencia y una expresión que no se sabe a ciencia cierta qué expresa, y tenemos un estandarte sexual de época.

 

     Charles de Gaulle, el presidente francés por antonomasia, es autor de la famosa frase “Brigitte Bardot ha metido más divisas en las arcas de Francia que la mismísima casa Renault”. Y que la Peugeot y la Citroën sumadas. Ver venir hacia uno la boca de la Bardot en posición de decir “oui”, oui a tu propuesta de amor, sólo eso debería valer cifras astronómicas. Y esos labios carnosos y estimulantes para incisivos de hombre estuvieron al alcance de actores, magnates, directores, playboys…El último, Gunter Sach, objeto de mi nada sana envidia cuando aparecía con ella en las revistas posando en la Marbella cenital.

 

     Brigitte, Brigitte, cantaste, aunque se recuerda menos. Fuiste mayormente actriz de cine, para gozo y sufrimiento de espectadores ávidos de tus encantos voluptuosamente franceses. Colchones habrá, si un colchón puede durar tanto, que guarden alguna manchita como testigo impúdico de calenturas célibes. Brigitte, es que eras mucha Brigitte.

 

 

Juan Macías Troyano



Gregorio Marañón


Dudo que a las jóvenes generaciones les diga mucho el nombre de don Gregorio Marañón. Pienso si les dirá algo, aunque sea poco. Y no hay por qué extrañarse ya que su figura desprende un ligero tufo a naftalina. Si ahondamos un poco, la misma naftalina no es lo que era, apenas se usa.

 

     Marañón tropezó con el grave inconveniente de destacar en otros campos aparte del profesional. Y eso no se perdona tan fácilmente. Si eres un gran médico, pues sé un gran médico, dedícate a lo tuyo que lo haces muy bien y deja lo demás para otros. Este es el razonamiento –algo rastrero, la verdad- que la mayoría se hace para sí, aunque no siempre lo manifieste tan crudamente.

 

Es que la fama de Marañón como médico es de las que hacen época. En el cartel de famosos con bata blanca estuvo emparejado con Jiménez Díaz, como Joselito con Belmonte, Mairena con Caracol y así sucesivamente. Pero lo de Marañón fue más, lo suyo era verdadera popularidad. Dejó anécdotas lapidarias que cualquier informado de pueblo sacaba del cajón de las frases en la tertulia del café. “Nunca le prohibí a ningún paciente una copa de vino”. “El mejor instrumento para reconocer al enfermo es una silla, para escucharlo con paciencia”. Y la tertulia se mostraba conforme.

 

     Su celebridad como gran clínico ha caducado a la par que la Medicina ha evolucionado. Lógico. Perdura en todo caso el recuerdo de sus obras literarias, bien escritas y pensadas. Sus estudios sobre Amiel y el conde-duque de Olivares conservan validez. No así su empeño en traer la República junto a Ortega y Pérez de Ayala. El empeño acabó con el “no es eso, no es eso” pero la marcha atrás no evitó un embarazo que duró cinco años. El parto sería trágico, como sabemos. Y a la gloria ganada a pulso por don Gregorio le quedó la mancha impertinente en lo más visible de la prenda.

 

Juan Macías Troyano



Sofía Loren


El esplendor de Sofía Loren, en la pantalla y en la revista HOLA, me pilló en una edad no proclive a ese tipo de mujer. Lo siento por mí. Me tocó ser joven de estreno en una España que descubría por entonces que el pelo de las mujeres podía ser rubio y los ojos no tenían por qué ser obligatoriamente castaños.

 

Las escandinavas trajeron unos nuevos cánones de belleza o, dicho más directamente, el estar buena una mujer era más cosa de rubias que de morenas. Como, además de las formas, impusieron otros cánones también en la manera de sacar partido a aquellos cuerpos, pues uno veía lo latino como una prolongación –aunque fuese mejorada- de las chavalas de la reunión de los domingos, con las que no había ni media rosca que comerse.

 

     Sofía Loren, con sus pechugas queriendo asomarse al exterior por el filo del sostén, las caderas amplias que seguían a una cintura estrecha y el peinado de alta peluquería, era vista más como madre que como novia. Los de mi tiempo no llegamos a apetecerla con fruición que se diga. Las pajarillas, y su masculino singular, se alegraban con otros modelos eróticos, wikingos y aledaños.

 

     Su perseverancia conyugal con un hombre mayorcito y formal le daba a la Loren ese aire burgués de alta dama que disuadía de deseos pecaminosos. Pero todo no eran ojos libidinosos de quinceañero. Para los adultos de entonces era una belleza redonda, perfecta, cincelada en la más pura latinidad. Para los adultos de hoy es y será la gran señora del celuloide… y de la vida.

 

                                                                                                                                   Juan Macías Troyano



Federico García Lorca


      Será por Federicos…España los tiene abundantes en el mundo de la música, en el de la poesía. Federico Mompou, Federico Moreno Torroba, Federico Muelas…Pero sólo hay un Federico, sin necesidad de más. El que se dejó la vida, la corta vida, ante los fusiles del odio y el fuego de la sinrazón.

      Fue poeta porque era ontológicamente imposible que fuera otra cosa. Si él dijo que Manuel Torre, cantaor gitano y analfabeto, tenía cultura en la sangre, por qué no decir que Federico tuvo poesía en la sangre. Porque ser poeta no es escribir versos, ser poeta es una manera instintiva y permanente de ver la vida.

      La poesía de Federico entra por los sentidos, por los cinco a la vez. Lo supe por experiencia propia cuando ensayaba “La zapatera prodigiosa”, un juguete teatral en el que las mujeres vestían coloreados atuendos y bebían zarzaparrilla. Una mariposa multicolor entraba en la que era “mi” zapatería y un niño embobado la perseguía. Los versos de Federico trasminan olor de alhelí, hablan de ríos de oro limón, de verdes lunas y de zapatos corinto, de brisas de color gris y de voces de clavel varonil. Los cinco, los cinco sentidos, y el ritmo. Los versos de Federico cantan y bailan con el tacón a compás.

      Morir como murió, como nadie debe morir, lo hizo más grande. Tan grande, que desde aquel día no es García Lorca, que es….¡Federico!


                                                                                                                                   Juan Macías Troyano





Emilia Pardo Bazán



     Una aristócrata nacida y criada en un pazo gallego –el de Meirás por más señas- puede ser una feminista radical, ya lo creo que sí. Lo que ignoro es si será compatible el feminismo radical con ser una genuina hija de papá. La Pardo Bazán lo fue, no así de mamá. Conociéndola, uno está en su derecho a dudar si su feminismo englobaba a todas las mujeres del mundo o sólo a una mujer llamada Emilia Pardo Bazán.

      Escaló las alturas de la sociedad, la política y la literatura, siendo de por sí tan alta y tan ancha. Cambió de ideas y de militancia las mismas veces que no fue complacida en sus ansias de notoriedad. También cambió de marido y de amantes, porque ella era muy ella y le sobraban arrestos para echarse a la pechera medio regimiento. Se le fue Blasco Ibáñez porque, en un calenturón bajo las sábanas, le robó al valenciano el argumento para un cuento, ella que publicó tantos, y novelas, y dramas. Lázaro Galdeano era más pequeño que ella y comía menos que ella. Le duró poco porque sus ojos estaban en Galdós, como lectora y como mujer.

     Empezó por admirarlo y terminó por amarlo. Entre una cosa y la otra, la amistad, pero amistad apasionada. Se conservan las decenas de cartas que le escribió a don Benito. Pesan más en la estimación del lector que sus obras literarias. En ellas se aprecia la evolución del respeto al cariño y, por fin, al amor. Debían de gustarle los hombres no muy fortachones, pero es que tampoco era fácil igualar su envergadura. A don Benito, retraído ante el sexo femenino pese a su historial amatorio, le llamaba “miquiño” “pánfilo mío” y muchas cosas más. Esa relación en pleno siglo XIX le hacía a Doña Emilia reírse de las miradas de la sociedad, de los ángeles del cielo que no gozaban como ella y de cualquier esclavitud de la época.

      Fue la primera mujer ateneísta, ocupó escaño en las Cortes y escribió mucho. A mi mujer le traerán los Reyes su mejor obra, “Los pazos de Ulloa”. Pues veremos si no me traen a mí a la autora. Quiero decir a una copia viva.

 

                                                                 Juan  Macías  Troyano



William Shakespeare



     Dan ganas de colocarle el “Sir” delante del William. Le va al nombre y al personaje, pero sería un anacronismo y un disparate: en el siglo XVI aún no reinaba, que se sepa, la Reina Isabel II, con el Príncipe Carlos y demás familia. Así que dejémoslo en el apellido a secas, como si de un dependiente de la segunda planta del Corte Inglés se tratara. Y eso que el dichoso apellido ya quebraba mi tierna mollera de sólo trece años.

 

Tanto difería lo que uno leía de lo que debía pronunciar, que llegaba a creer que se trataba de dos autores distintos. Y entonces el profesor, apodado “La pava” por mor del proyecto de dentadura postiza que lo dejó desdentado durante una temporada al pobre mío, nos impresionaba con el relato de aquel episodio protagonizado por Unamuno. Daba el bilbaíno una conferencia en la que hubo de nombrar al dramaturgo inglés. Como lo pronunciara tal como se lee, sin dejarse una letra atrás, la voz del enterado de turno interrumpió: “se dice “Chespir”. El bravo don Miguel se encampanó y acabó de dar el resto de la conferencia en inglés.

 

     Es el primer recuerdo que tengo de don William, más fuertemente fijado en mi memoria que sus obras, la primera de las cuales, Hamlet, no la leí hasta tres años después. Le seguirían Otelo, Medida por medida y alguna más. He visto dos o tres veces Ricardo III, en parte porque me llega más y sobre todo por escuchar la voz original de los magistrales actores ingleses, con Laurence Olivier y John Gielgud a la cabeza.

 

     No puedo evitar ver en Shakespeare al gran rival en la Literatura universal de nuestro Cervantes. Tomo partido por el autor del Quijote sin asomo siquiera de chauvinismo. Las grandes obras del inglés están muy pensadas y hermosa y poéticamente escritas. Emanan solemnidad británica. Lo del manchego es otra cosa, es lograr lo máximo con lo mínimo, es diseccionar el alma humana con el bisturí del humor y del más penetrante ingenio. Se podría imitar al inglés, imposible repetir algo parecido a las figuras de Quijano y Panza.

 

     ¡Oh!, ese oh tan propio de las obras de Shakespeare, he gastado medio folio en hablar de un hombre de cuya realidad ahora se duda, en glosar un enigma. Que si existió o no, que si sus obras las escribió otro, que si era homosexual…. Conjeturas y más conjeturas. ¡Pensar que visité en Strafford-Avon la casa de un fantasma, pensar que acabo de escribir de una entelequia!

 

Juan Macías Troyano





Chavela Vargas


     Si llega a nacer en el jerezano Barrio de Santiago, hubiera cantado por seguiriya gitana como pudiera hacerlo la mismísima Tía Anica, la Piriñaca. Era de apellido Vargas, como aquel Vargas que llegó a ser rey de la raza calé y anduvo por los romances de Lorca. Con piel morena vestía su enjuto cuerpo y, sobre la piel, el poncho, el poncho rojo con que tal vez la amortajaran. Era Chavela, Chavela Vargas.

      En el escenario, su figura hierática, las manos ya recogidas sobre el pecho, ya extendidas hacia el cielo, le prestaban un aire sacerdotal. ¿A quién cantaba Chavela cuando la voz desgarrada masticaba la letra y los párpados caían? Es que Chavela no cantaba, Chavela lloraba la copla y le gritaba al destino.

      Ambigua en su femineidad, también en el escenario escondía el dolor que sólo sus manos se esforzaban en mostrar. Es que Chavela no cantaba, Chavela lo que hacía era prestarle su eco lastimero a cualquier pasión de amor. Piensa en mí, y ven, soledad, a acompañarme, imploraba a su destino Chavela Vargas, brazos abiertos como una liturgia profana, mientras bebía un último trago entre dos.

 

Juan Macías Troyano




Miguel Mihura


     Miguel, hay confianza, cuéntame tu secreto. Fuiste lo que se dice más bien feo, con tu cara casi cuadrada y tus ojos algo tristes. Que hay confianza es una conclusión lógica que yo doy por cierta. Cómo no darla si llevas treinta años vigilando mis movimientos donde más resguardados deberían estar de miradas indiscretas. Y tú no es que lo fueras –indiscreto, digo- sino que te planté ahí, en un estante, con tu flequillo invadiendo el ancho rectángulo de tu frente y esa mueca que, por mucho que la miro cada vez que paso por delante camino de la cocina, no he conseguido descifrar. Es como una especie de sonrisilla que aparece cuando te ibas a echar a llorar. Demócrito y Heráclito fundidos en tu gesto, y no quiero ponerme culto porque tú fardabas de no serlo.

      Pero vayamos al secreto. El secreto es cómo te las apañabas para, luchando contra esas desventajas, llevarte a tu catre de soltero a medio Madrid. La primera, a una virginal Sara Montiel que por poco te casa como Dios manda. Era demasiado joven y fuiste un señor. Y tú tenías a tus putitas, tenías a esas actrices que reclamabas para tus obras, no precisamente por sus dotes interpretativas. ¿Y por qué he dicho yo que luchabas contra tu peculiar fisonomía, si tú no luchaste en tu vida contra nada que no fuera la invencible pereza que te hostigaba?

      Eras un poco flojo, pero el ingenio no te cabía en tu cuerpo recortadito movido por una medio cojera que podía pasar por elegante. Con ese ingenio desbordado barriste de un escobazo (primero fue Jardiel) el teatro anticuado que entonces se hacía en España y sacaste de la chistera un teatro nuevo, nunca visto aquí y apenas fuera. Tanto humor rehogado de ternura no se ha visto jamás, y difícil será que se vea. Diste lecciones de psicología femenina sobre los escenarios. ¡Qué noche la última que recuerdo, a teatro abarrotado! Era el año de tu centenario, a cuenta del cual, por escribir sobre ti, me premiaron con un buen pellizquito. Nunca el dinero me importó menos que en aquella ocasión.

      Cuando quiero evadirme de las bajezas de este mundo zafio, me pongo una comedia tuya. Y subo a la gloria. Y hablando de gloria, no te canses de esperarme, Miguel, que la cosa va para largo. Me parece a mí.

 

                                                                                                                             Juan Macías Troyano





Agatha Christie



     No habrá vivido bajo el cielo una señora en cuya cabeza hubiera cabida para tantas decenas de estrangulamientos, puñaladas, cachiporrazos certeros…No imagino a una dama británica, entre sorbo de t y panecillo con mermelada, tramando crímenes horrendos.

      Y esa mujer ha existido. Con sus modales de clase media, como quien no rompe un tiesto, Agatha Christie ha entretenido a media humanidad con los recovecos criminales de sus novelas. Y de alguna obra teatral, record de permanencia en la reputada cartelera londinense. Sin que deje de resultar curioso que en la patria del “brexit” una escritora importara de Bélgica, corazón del europeísmo, al sigiloso protagonista de sus intrigas, Hércules Poirot. Claro que entonces no estaba el “brexit”.

      Fue doña Agatha una muchachita de pueblo a la que su segundo matrimonio llevó a vivir en países lejanos. El nuevo esposo era un diplomático británico, y eso les obligó a residir en países como Irak y Egipto, donde élla se interesó vivamente por la Arqueología. Pero antes la novelista líder mundial de ventas, con sólo Shakespeare por delante, quiso intrigar a los lectores con su propia peripecia personal. Su primer marido no era un modelo de fidelidad, esa es la verdad. Un día apareció el coche de la esposa burlada al borde de una carretera del idílico Yorkshire, cerca de un lago de oscuras aguas. Había ropa revuelta en un asiento. Poirot, Miss Marple, no dieron abasto en la infructuosa búsqueda.

      Hace tres años me ví ante la fachada elegantísima de un hotel de la ciudad –pequeña- más hermosamente inglesa de Inglaterra, Harrogate. No hablo inglés, si les digo “yes” a los ingleses, no me entienden, pero conseguí enterarme de que en aquel estiloso hotel había pasado doña Agatha los once días que duró su voluntaria desaparición.

      Fue la clase práctica de la gran maestra del misterio.


Juan Macías Troyano 





Góngora




     Don Luís de Góngora y Argote fue hombre tan predestinado a ser poeta, que ya su nombre completo invita al pareado, aunque ese pareado a la fuerza haya de ser chusco y grosero. ¡Qué le vamos a hacer! Y eso que no era Argote el apellido materno sino el de su padre, un juez del Santo Oficio.

     Góngora es una figura que engaña mucho, que parece una cosa y era otra. Tomó los hábitos y fue capellán con Felipe III, pero nadie se crea que ni la ropa eclesiástica ni ese gesto serio y reconcentrado con que lo retrató Velázquez se corresponden con lo que el hombre era. Aficionado a las fiestas, al juego y a los toros, problemas tuvo por tanto despiporre.

     Aunque las mayores contrariedades en su vida tal vez le llegaron por los picotazos emponzoñados que cíclicamente le endilgaba un tal Quevedo. Quien a su vez los recibía de vuelta. Todo el mundo se acuerda de que Góngora, para el malévolo zambo, “era un hombre a una nariz pegado”. Pero ese verso no fue más que la primera cereza del canasto. Cerezas envenenadas todas, y no como el pique de los pimientos de Padrón. En verdad que tenía don Luís una señora nariz, que arrancaba de su cara con intención de ser aguileña para a mitad de trayecto arrepentirse y recoger el vuelo. Nariz rara donde las haya, como raro era el léxico retorcido del poeta cordobés. Culterano se llamó ese estilo, rival del conceptista de don Francisco de Quevedo, el precursor de las Ray-ban.

     Se zurraron verbal y poéticamente de lo lindo. Gongorilla, Gongorilla, le untaré tocino a los versos, le decía Quevedo porque don Luís tenía sangre judía. Pero fuera cual fuese su sangre, compuso una magna obra poética. Pena que la Marbella en la que vivo, donde sin duda debe de haber gente culta, no haya caído en la cuenta de erigirle un busto frente a la mar que el egregio poeta nombró. “Amarrado al duro banco de una galera turquesca, un forzado de Dragut en las playas de Marbella…”.

     No pretendo con ello empeorar su mal humor, don Luís de Góngora y Argote, sin estrambote.

 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                Juan Macías Troyano







Conchita Montes


     Es posible que muchos se pregunten quién es esta Conchita Montes, si una folclórica de los sesenta o una cantante de copla. Frío, muy frío. Y un dejillo de amargura me queda al imaginar el desconocimiento que se pueda tener de una mujer tan interesante.

     María de la Concepción Carro Alcaraz, es el nombre real, no apto para la fama ni para los carteles, de la Conchita Montes que rompió moldes en su tiempo. Su vida pública comenzó justo acabada la guerra, una vez regresada a España de su exilio voluntario. Apenas poner los pies en San Sebastián ya fue detenida y recluida una temporada en un convento de monjas. Más que duro para ella, debió de ser escandaloso para las monjas tener como pupila a mujer tan moderna y avanzada. Para su tiempo y para cualquier tiempo, incluido el actual.

     Estudió Derecho en España siendo muy joven, y cursó parte de Filología Hispánica en los Estados Unidos. Tradujo al español varias obras extranjeras y alguna llegó a escribir. Fue empresaria teatral y asesora de algunos montajes. Presentó un programa de entrevistas en televisión. Colaboró en la gran revista de humor “La codorniz” con el “Damero maldito”, tenido por el pasatiempo más difícil de resolver que se haya conocido. Cualquier círculo socio-cultural de la época, en donde quiera que fuese, contó con su presencia y conoció su brillantez.

     Y fue una magnífica actriz sobre el escenario y ante la cámara de cine. Su cara, sus modales desenvueltos, su figura, ya llevaban el reloj adelantado. Y su misma vida, pues a los veinticinco años se unió hasta la muerte a aquel genio gordísimo, casado, con residencia en las cercanías de San Pedro de Alcántara, que se llamó Edgar Neville. No los unió más contrato que su amor y admiración mutuos. Fue protagonista ella de las mejores comedias y películas de él, lo fue con su personalísima prosodia y la mueca burlona que le caracterizaba.

     Ahora todo es más fácil. Entonces necesitó de gran valor y mucha valía para derribar tantas barreras sin apenas ruido. Así era Conchita Montes.

 

Juan Macías Troyano



Beethoven


     La primera noticia que tuve de la Quinta de Beethoven fue en unos ejercicios espirituales del colegio. No puedo recordar detalles, pero con esa memoria visual que ya entonces poseía, me parece estar viendo el aula. Probablemente un cura lanzaba sobre nuestras mentes infantiles la enésima amenaza de incineración sin final en pago por toqueteos indecorosos. Y a la vez que los pobres adolescentes imaginábamos las llamas sin bomberos a mano, sonaban los acordes de la Quinta para acabar de estremecer nuestras frágiles conciencias pecadoras.

      “LaquintadeBeethoven” (pronúnciese junto y de corrido) es el estandarte de la música clásica. Podrá haber piezas mejores, que eso va en gustos y en lo que manden los críticos, pero ninguna tendrá plaza fija como “la quinta” en la preferencia de los recién iniciados en la música. Por ahí se empieza hasta que, conforme se avanza en el conocimiento en la materia, se topa uno con el prodigio de la novena, con su allegro molto que deja en suspenso los sentidos del escuchante.

      Muy pronto se interpone Mozart y, con gran probabilidad, puede arrebatarle el primer puesto al sordo Ludwig en la jerarquía del gusto. Wolfgan Amadeus pone la templanza. Ludwig, el divino hipoacúsico, la borrasca de su romanticismo de estreno, porque en un principio había sido clásico. Y con el romanticismo musical vienen sus tumultos amorosos. La sordera avanza, y la depresión y el carácter irascible, a la par que la pérdida del oído, como que piensa en el suicidio. Pero todo lo va paliando a base de darle al vino y de enamorar a altas damas, aunque sin pasar por vicaría.

      No era muy partidario de la autoridad ni de las clases sociales. Al principio dependía económicamente mucho de las dádivas por sus conciertos palaciegos, como nuestros cantaores flamencos de los “señoritos”. Más adelante, cuando logró vivir de sus composiciones, arruinó su salud y sus finanzas. Murió en el seno del catolicismo.

      Y servidor buscará ahora mismo la vida soñada en las notas de “Claro de Luna”.

  

Juan Macías Troyano